Entrega de premios Concurso Microrrelatos “PALABRAS PARA EL MAR MENOR”

3 de agosto de 2020
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3 de agosto de 2020 Palin

 

Todos los relatos

 

OBSERVACIONES:

Se han mantenido los formatos de cada uno de los relatos. si hay algún error, o falta algún relato, por favor, nos lo hacen saber al correo de la asociación Palin. Rectificaremos rápidamente

El butano (Relato ganador)
Con cuatrocientos cincuenta kilómetros en las costillas había llegado a la costa antes de que los demás españoles supieran lo del estado de alarma. Habían dejado atrás la capital y lo que pasaba allí.
Recién sentado en el sillón:
—No tenemos butano —ella.
—Mañana iré a buscarlo.
—Si ya está todo cerrado, mañana con el estado de alarma ni te digo. ¿Cómo nos duchamos? ¿Cómo hago la cena?
Se asomó al mirador, la tienda donde les vendían el gas estaba cerrada.
—¿Dónde puñetas lo encuentro?
Bajó la bombona y la metió en el coche para buscar una gasolinera.
Mala suerte: era de Cepsa y su botella de Repsol. El empleado, amable, se ofreció a cambiársela pero después de hacer un contrato. Pero no llevaba la documentación necesaria. Le indicó donde encontrar un surtidor de Repsol.
Peor suerte: se les habían acabado todas; ese día había llegado mucho forastero y tardarían varios días en reponerle.
Arrastró su desanimo al coche, arrancó sin saber a dónde dirigirse, esto en la capital no le hubiera sucedido, pero su mujer se había empeñado en que, si había epidemia, quería pasarla junto al mar, que para eso compraron el apartamento.
¿Cómo justificaría volver sin la bombona?
Vio que en un bar, al que solían acudir, su propietario descargaba botellas de butano. Paró, entró, saludó a algunos conocidos y, con una cerveza en la mano, trató de convencer al mesonero para que le vendiera una.
—Es propano y le no sirve para sus aparatos.
Deprimido y con unas décimas de fiebre, alguna más que esa mañana, regresó a su apartamento, su mujer lo recibió enfadada, aún no sabía que era uno de los contagiados por el coronavirus, ni el reguero de muerte que había dejado en aquel pueblo del Mar Menor.

 

ALIENTO DESALENTADOR
Con aliento historiador nos cuenta que era una gran bahía abierta al Mediterráneo y que hace aproximadamente unos 2.000 mil años se cerró, casi por completo, dando lugar a la laguna. A través de unas golas naturales se comunicaban los dos mares renovando, así, sus aguas.
Su aliento exclusivo de 180 kilómetros cuadrados de superficie, la convierten en la laguna salada más grande de Europa. Una joya natural con la que la Tierra, obsequió a Cartagena.
Ambivalente en su género ya que, se la conoce tanto en femenino: “ La Mar Chica” como masculino: “ El Mar Menor” exhaló un aliento de prosperidad emergiendo a su alrededor todo un núcleo comercial minero, agrícola y ganadero.
Ese aliento conciliador medió entre murcianos y cartageneros que se disputaban la riqueza pesquera de tan peculiar enclave.
El aliento fresco, exuberante de los arenales y endemismos atrajo a miles y miles de turistas cada año, buscaban sus sales y lodos. Salud y belleza, diversión y singularidad.
Ese mismo aliento pútrido que escapa, en la actualidad, de su alma descompuesta por el abandono, olvido e indiferencia de quienes, impasibles, la ven agonizar.
En su último aliento la LAGUNA SALADA, como una madre envenenada, se retuerce de dolor ante la pasiva mirada de sus hijos.
MARDUALUZ

 

AMOR AZUL CON SABOR A MAR
Dicen que el primer amor nunca se olvida. Debe de ser cierto, pues yo aún conservo
en mi caja de los tesoros la carta que me escribiste. Aquellas torpes palabras, trazadas
sobre el papel de cuadrícula con temblorosa caligrafía y alguna que otra falta de
ortografía, permanecen intactas en el fondo del baúl de mis pensamientos. El primer
te quiero plagado de inocencia.
Pongo en modo activado mis recuerdos y rebobino hasta aquel verano inolvidable. El
escenario, La Manga del Mar Menor, y la protagonista, una jovencita con 13 años a
flor de piel dispuesta a disfrutar de las vacaciones, siempre azules junto al mar.
Fue un amor de verano, de esos de manual, con todos sus ingredientes
imprescindibles. Pandilla de almas adolescentes felices y despreocupadas. Baños a
una y otra orilla de La Manga, buceando hasta tocar fondo, y el roce de nuestros
cuerpos bajo el agua como un escalofrío burbujeante. Tardes de helados, de cine de
verano, de risas cómplices. Paseos de atardeceres rojos cogidos de la mano
furtivamente para que nadie descubriera nuestro secreto. Besos inexpertos a la luz de
las estrellas. Cosquilleo de mariposas en el corazón…
Ha llovido mucho desde entonces… Y nunca más he vuelto a saber de ti. Guardo tu
imagen congelada en mi memoria. Me pregunto qué habrá sido de tu vida y si alguna
vez habrá vuelto a cruzarse por tu mente esta historia. Yo la recuerdo y la siento en mi
piel con tanta claridad que parece que fue ayer, aunque hayan pasado ya casi 40
veranos desde aquél.
Dicen que el primer amor nunca se olvida. Es cierto. El mío es azul y tiene sabor a
mar, al Mar Menor.

 

AMOR ÚTOPICO
Antes estaba más guapo, tenía un toque que lo hacía especial, un “algo” que lo
diferenciaba de los demás, pero el paso de los años han hecho mella en él. Ahora le
han salido pequeñas pecas marronizas en la cara, su piel está tostada y áspera, pues se
ha tirado muchas horas al sol. Cuando hace viento sus tirabuzones blancos se
revuelven y su carácter se retuerce hasta parecer una persiana. Se forman repliegues
en su rostro, y las arrugas aparecen. Ya ni siquiera usa la misma fragancia, es como si
hubiera dejado de cuidarse. Sus besos solían saber a sal, sus labios eran suaves y sus
ojos eran de un azul claro, los mismos que ahora yacen apagados. Se reía a todas
horas y casi siempre estaba de buen humor.
Sus intenciones conmigo se han esfumado, ya no me intenta cortejar. Lo amaba pero,
¿qué iba a opinar la gente? Yo que soy tan joven con alguien tan mayor como él, ¿qué
iban a pensar? Aunque él tampoco está en su mejor momento para mantener una
relación con nadie.
Hasta hace poco sabía que estaba débil, pero no pensaba que estuviera tan grave. Le
han diagnosticado cáncer, un cáncer que a primera vista es terminal. Los médicos
dicen que no pueden hacer nada por él, aseguran que el tratamiento es muy costoso y
no quieren intervenir a este tipo de pacientes.
Se morirá dentro de poco si es que no se ha muerto ya de pena. Solo espero que se
recupere y prometa su amor a alguien y ese alguien le corresponda. Quiero que
cuando sea mayor y tenga hijos, estos tengan la oportunidad de enamorarse de esos
ojos azulinos del Mar Menor tal y como yo lo hice.

 

CEMENTERIO DE INDIFERENCIA.
Pez se sienta en su cómodo sillón. Pez agarra el mando y enciende el televisor. Pez pone el telediario. A Pez no le gusta lo que ve. Animales marinos agonizan en las turbias aguas de una orilla. Parecen no poder respirar. ¿En qué lugar del mundo está sucediendo semejante atrocidad? ¿Por qué nadie hace nada para ponerle fin?, se cuestiona.
Pez no se encuentra bien. Le entristecen las imágenes que acaba de ver. Le preocupa que alguna vez pueda pasarle algo tan horrible a su bello mundo, a sus calmadas y agradables aguas, a sus seres queridos.
Empieza a oscurecer. Se siente solo. Necesita contar lo que ha visto. Teme que tanto él como la gente a la que quiere puedan estar en peligro. Y movido por un impulso casi premonitorio corre a buscar a sus padres y amigos. Busca por todos lados, pero no los encuentra. Nada y nada, durante un tiempo indeterminado que se le antoja eterno, hasta que, por fin, los ve a lo lejos. Les grita que algo muy grave está sucediendo. Ellos no parecen escucharle. « ¡He visto algo muy grave en las noticias, tenemos que ponernos a salvo! », insiste. Pez avanza con cautela. Le asusta lo que ve. ¿Qué están haciendo? Todos saltan enloquecidos, no tienen buena cara, su mirada parece perdida.
Pez deja de gritar. Una de sus aletas queda atrapada en una especie de argamasa de color verdoso. Numerosas algas le rodean y le cortan el campo de visión. El agua cada vez está más caliente. Algo no para de golpearlo. No lucha contra la corriente. No sabe contra qué lucha. Su cuerpo comienza a convulsionar descontrolado. Pez siente un ardor insoportable en la zona de las branquias.

 

CON VISTAS AL MAR
Abro el balcón. Me asomo a la vida de unas aguas tranquilas, orgullosas de su
condición de Mar Menor. Me desperezo. Pierdo la vista en el horizonte de edificios y
tierra. Me llega una brisa verdosa; es el color de la enfermedad que le acosa y contra la
que está luchando a su manera; como nosotros. Cada mañana, con ese pequeño Mar
enfrente, hago los ejercicios rutinarios mientras repito que saldremos de esta.
Después me ducho.
Todavía no sé porqué compré tanto papel higiénico… supongo que lo vi como un
símbolo silencioso y abnegado del que siempre está cuando se le necesita y temí que me
faltara su apoyo. Me sorprende lo poco que me han crecido las uñas de los pies estos
sesenta días de confinamiento, sin embargo, el pelo crece a destajo, al principio era una
finísima raya blanca, ahora es una planicie que se extiende sobre mi cabeza.
Comienzo el día colocando libros por orden alfabético. Emparejo los calcetines;
los solitarios compañeros de los que fueron abducidos por el oscuro mundo de la
lavadora, van a la basura. Limpio los zapatos, me esmero en las suelas. Busco adonde
guardar los besos y abrazos que, desde que empezó este encierro, andan por casa como
gorriones sin nido. Por fin encuentro una bolsa grande de tela blanca. Con esa densidad
etérea que tienen, nunca imaginé que pesaran tanto. Pobrecillos, inspira tanta ternura
verlos vagar errantes y silentes aguantando el ninguneo. Ahí, apretujados en una triste
bolsa, sin luz, sin patria… y la sospecha de que serán los últimos en disfrutar de la
nueva normalidad o, aún peor, que los destierren de por vida con el sello de “Material
irrecuperable”.
Ensancho la boca de la bolsa, la cuelgo en la terraza para que vean nuestro Mar

 

CRONICA DEL ABANDONO
El día despuntaba tranquilo, el olor a café se colaba a través del patio trasero contiguo
a una vieja cafetería, tan vieja como el mar. Aquel día me desperté con el ánimo
renovado, iba a darlo todo por defender esa charca plateada que la naturaleza había
querido regalarnos, cuando llegué la gente se aglomeraba en conversaciones por
grupos alzando la voz con tal griterío que se podía escuchar desde varias calles arriba.
El escenario preparado para el evento.
De pronto no se sabe de donde aparecen encima del entarimado tres personajes
disfrazados, dos de peces y otros de lágrimas;chorros de agua caían a través de las
maderas ytambién por los bordes. Los peces se revolcaban gimiendo y las
lágrimascaían,alguiensalió de entre la muchedumbre con bidones de un líquido viscoso
ygrasiento,negruzco, que vaarrojando sobre los peces, en la otra punta del escenario,
simulando la lejanía, campos de cultivo y largas tuberías, desagües de residuos.Los
habitantes de aquel marpoco a poco se iban asfixiando y las lágrimas brotaban negras
oliendo a muerte. Un silencio sepulcral, miradas de estupor, minutos de un
sofocantesilencio, un dolor intenso que arañaba las entrañas se adueñó de todos los
presentes.El de los bidones, como un saltimbanqui de circo, se abría paso entre la
multitud y antes de que nadie pestañeara fue rodeado y arrastrado hasta caer al mar,
allí donde yacían los peces, la posidonia, las estrellas de mar… El líquido de uno de los
recipientes, arrasaba sus ojos, su boca, sus oídos, tratando de respirar aleteaba las
manos pidiendo auxilio con los ojos desorbitados. Nadie se movió, a nadie le
importaba. La gente avanzó hacia el escenario para llorar lágrimas negras como el
fondo de este mar moribundo. Mi mar Menor.

 

OLEAJE DE SUCESOS

Hoy, como siempre, vuelvo a la orilla de la playa. Y es que el mar menor, con su suave murmullo me consuela el alma. De pequeño jugaba imaginando naves y sirenas brotando del agua. De mayor se convirtió en mi refugio. Mis confidentes, sus cristalinas aguas. Como el mar, todos tenemos secretos guardados; pero en el fondo del alma. Y hoy a mi mente vienen recuerdos de una mujer, Amanda.

Yo, era adolescente cuando una epidemia, de origen incierto, se presentó como manada de bestias espectrales sedientas de muerte: el coranovirus, un virus despiadado. Un virus de esencia cobarde que contra los más débiles se ensañaba. Estuvimos confinados en nuestras casas. Me sentía alicaído y tedioso. El tiempo transcurría insoportablemente lento. Mi familia me animó para unirme a un grupo de voluntarios que iban ayudando por el vecindario, sobre todo a las personas de más edad.

A mí me tocó asistir a una “viejecica” muy coqueta y zalamera. Así aprovechaba y cuando salía a la calle, veía la playa. Cierro los ojos y recuerdo la laguna salada que con su fina brisa parece que me abraza.

Es una vecina nueva en el pueblo. De nombre Amanda. Yo me encargo de bajar su basura todos los días y me entrega unas bolsas tan pesadas, que me hacen daño en la espalda. Me perturba su mirada penetrante, fija, y sus estridentes carcajadas para darme las gracias. Pasa el tiempo y la epidemia, poco a poco y con la lucha de todos, se encuentra mermada.

Un apacible día, viendo la tele, una noticia me agita el alma. Quedo aterrado. Es la dulce Amanda. La llevan esposada. La anciana está acusada de asesinar a su esposo. Confiesa entre estridentes carcajadas que sí que lo hizo. Pero que jamás  dirá donde el cadáver se halla.

Discusión

Fue un encuentro casual. Una nueva discusión con Pedro, mi pareja, me había empujado a subir al coche y conducir sin rumbo. Y allí lo encontré, lánguido ante tan amarga situación. Un grito ahogado se manifestaba por toda su orilla. Verdeaba, pero no como lo hace la primavera tras un duro y frío invierno. Más bien se asemejaba a la agonía de un animal herido por la posta de un cazador, que aguarda el final con la calma que otorga el preludio de la muerte.
Me senté en la balaustrada del paseo marítimo, contemplando la puesta de sol. Millones de electrizantes destellos cobrizos perdían fuerza ante la inminente llegada de la oscuridad. La postal que el Mar Menor me regalaba no admitía parangón.
Sentí frío, pero no por la temperatura, sino más bien por sentirme tan insignificante, tan poca cosa ante la grandiosidad de la naturaleza.
Sentí pena. Un equilibrio tan delicado, y a la vez tan hermoso, se desmoronaba para caer en una extinción segura.
Sentí rabia. Sentí dolor. El ser humano, una vez más, demostraba no saber sintonizar con el entorno. Chocan, pelean entre sí, obviando respetar el lugar donde viven, con un único fin: el poder. Y mientras tanto, la albufera salada moría sin que ningún dirigente de vidas obrase para impedirlo. Amargo poder debe de ser el de regir páramos inertes.
El graznido de dos gaviotas me devolvió a la realidad. Alcé la mano, la abrí y comencé a agitarla, a modo de despedida. Monté en el coche y volví a casa. Tras este golpe de realidad, y con un nuevo prisma en mi ánimo, llegué a la conclusión de que la bronca con Pedro era como montar una tormenta en un vaso de agua… salada.

 

««Distopía en M. Menor»»
Los Alcázares, 25 de julio de 2057
—Abuelo, ¿por qué te gusta parar aquí?
—Porque hoy hace sesenta años que conocí aquí mismo a tu abuela.
— ¡Qué sitio más feo!
—No, hijo. Hubo un día que este mar fue el lugar más bonito del mundo.
— ¿Ah sí?
El viejo miró a la orilla y se estremeció al advertir que aquellas aguas muertas
fueron un día las que bañaron a sus padres, y antes a sus abuelos, y después a
sus propios hijos. Pero sus nietos ya no pudieron disfrutar de ellas. Entonces
comenzó a recordar en voz alta.
—Un día vi bañarse en esta misma playa a los elefantes de un circo, y también
a un caballo que alcanzó nadando una de las islas. Vi barcos repletos de peces
llegando al muelle de la pescadería, y mújoles saltando fuera del mar. Los
pescadores se llamaban entre ellos soplando una caracola, y los viejos se
reunían en corrillos cerca de la orilla. Los críos decíamos que las algas eran
pelos de sirena, y los caballitos se arrimaban a tu lado como crías de dragón
en miniatura. Cazábamos grillos con la jaula de los dedos y hacíamos
flotadores parcheando la cámara rota de alguna camioneta. Poníamos
chapinas para adornar castillos de arena, y nos curábamos las heridas con
saliva y agua del mar. En días de levante las gaviotas se reían a carcajadas
desde arriba, y se formaban unas tormentas que llenaban el cielo de luces y
las casas de rezos.
El viejo dejó de hablar. El niño lo miró y vio correr una lágrima por los surcos
de su cara. Le apretó la mano.
—Vámonos abuelo.
—Sí, vámonos.
Mientras caminaban de regreso a casa, el niño lo tuvo claro. “Creo que al
abuelo se le ha ido del todo la cabeza”.

 

A los niños que no pasarán más veranos junto al Mar Menor.
El Barco Fantasma
«¿Qué hacen todas esas casas en mitad del mar?» —pregunté sorprendido la primera vez que me asomé a la orilla del Mar Menor. Más tarde, comprendí que no brotaban de las profundidades marinas sino que estaban construidas sobre una extensa lengua de tierra firme. De aquellos lejanos días estivales, guardo en un cajón de mi memoria aquel misterioso barco, «El Barco Fantasma». Mi abuelo me habló de él cuando lo vimos aparecer sobre la línea del horizonte. Su silueta, difuminada por la bruma, recortaba sobre la larga hilera de edificios. La nave resultaba, cuanto menos, intrigante a ojos de aquel ingenuo niño que era yo por entonces. Me contó que navegaba sin rumbo y que su tripulación estaba integrada por una cuadrilla de espíritus pertenecientes a antiguos piratas. Estos surcaban las aguas vigilantes de evitar el expolio de los tesoros más preciados de ese pequeño mar. Era muy difícil verlo ya que solo aparecía ciertos días, así que yo, fascinado por la historia, me sentía el niño más afortunado de la playa por haberlo visto.
Hace tiempo que no he vuelto, que no me he bañado en sus aguas, que no he paseado por su orilla. Será porque conforme uno crece, busca aguas más vivas, más frías. Será que el Mar Menor es para niños y abuelos, como dicen. Y mi abuelo se fue y yo ya no soy un niño. O será que me da pena ver la realidad. Que el Barco Fantasma no existía. Que era el Mar el que iba sin rumbo. Tripulado por piratas de carne y hueso. A la deriva y destinado inevitablemente a un cruel y paradójico final: el naufragio de un mar.

 

EL MAR PEQUEÑO.
A principio de los años 60 del pasado siglo, cayó en mis manos propaganda de “La Manga Un Paraíso”. Eso decía el folleto y allí me fui. Era impactante ver esa lengua de roca donde chocaban las olas dejando su espuma en una tierra amarilla de dunas. Pero lo que más me llamó la atención fue que delante de esa muralla había otro mar, casi cerrado, sin olas, y en su interior tenía islas que se reflejaban en él como en un espejo. Seguramente se habrían replegado detrás de la muralla huyendo de los fuertes oleajes.
Mi idea era disfrutar las vacaciones en alguno de esos pueblecitos costeros, que inicialmente habrían sido solo de pescadores, y hacer excursiones para conocerlos todos. Me sorprendieron tantas palmeras casi a orillas del agua salada. Vi un volcán apagado al que las rocas en su cima, daban la forma de un dragón.
El primer baño fue increíble, el agua cubría poco, llegué nadando hasta una zona en que se hacía más oscura. El paisaje submarino era maravilloso, algas danzantes, pececillos con rayas negras, caracolas que dejaban una senda en la arena del fondo y hasta un caballito de mar que se me acercó con graciosos movimientos, sin temor. Al salir a la orilla y secarme un poco al sol, tenía la piel blanca de sal. Fueron unas vacaciones estupendas, pero pasaron cosas en mi vida que me impidieron volver.
Un día leí en la prensa una cosa que no podía creer. Ese mar pequeño, ese precioso lago azul se estaba muriendo. Ya no había algas, ni peces, ni caballitos de mar. En la foto tenía un color marrón grisáceo. ¿Cómo habían podido destruir esa maravilla?
Desperté sudando, había sido solo una pesadilla, ese verano decidí volver a pasar allí mis vacaciones.

 

El patio de los veranos

Podría describir cada uno de sus rincones solo con cerrar los ojos. El patio de una casa en planta baja con tejado a dos aguas en Los Alcázares. Todos mis sentidos incluso las extremidades de mi cuerpo, se ponen en movimiento, solo con pensarlo:

Mi padre se levanta temprano, barre los jazmines para el nuevo día. Después con el martillo golpea algunas púas de tareas pendientes. Como yo, no puede estar quieto –solo en la siesta- si no tiene algo que hacer, lo inventa.

Mi madre madruga para que no le falte tiempo, ya descansará. Arregla los geranios de gitanilla y clarea las cintas en su verdor estirado. Pondrá la casa en solfa sin hacer ruido; es tiempo de veraneo. Dirigirá las faenas: compra, comida, baño… No se olvidará de traer helado “por si llega alguien”.

La memoria me lleva a aquellos veranos de las fiestas de cumpleaños de los nietos, con globos, confetis y piñatas caseras. El teatro de marionetas, la banqueta y la mesa pintadas de verde, siempre verde pintaba el abuelo. Por la noche las cenas al fresco, en la mesa de mármol blanco y sillas de tijera. Al raso de la noche estrellada, bajo el entramado de jazmines que caían silenciosos, a veces, en los platos.

Las charlas, las risas con los que venían de visita: tíos y primos. Obligada visita, habían llegado “los de Murcia”.

No recordaré los veranos tristes, alguno hubo. Recordaré los años de la balsa con agua dulce que el abuelo montó en el rincón soleado para que sus nietos se quitaran la sal yodada de las aguas trasparentes del Mar Menor.

Ahora que vuelvo a este patio las paredes mudas parecen hablar. Los jazmines en su ligero vaivén blanco me siguen trayendo el aroma suave de las noches de aquellos veranos.

Seudónimo: AZULETE

 

El título

Llevo nadando muchas horas y no encuentro comida, solo algo, que las doradas dicen
que no es alimento, los de fuera las llaman ”plásticos” ¿pero qué otra cosa puedo
comer? Los peces grandes lo quieren todo para ellos y de vez en cuando puedes coger
de lo suyo, pero si los pequeños nos uniéramos podríamos conseguir más comida.
Aunque, no todo es culpa suya, en lo desconocido hay unos seres que nos atrapan,
una especie distinta a la nuestra, cuando vienen se llevan a todos los que pueden y
muchas veces utilizan una red, las mantas del otro lado, así las llamamos aquí,
algunas veces entran ellos, llevan algo parecido a nuestras aletas, aunque más
alargadas, y llevan algo en sus ojos para que no les entre agua.
Cuando una de las mantas del otro lado te coge, te saca del agua y no vuelves a ella, a
no ser que seas pequeño y no te necesiten para lo que sea que nos usan. Además, no
solo se llevan a los nuestros, también arrasan con nuestro suelo, con las plantas, con
tantas cosas que cada vez queda menos de nuestro hábitat, pero eso no es todo, hay
algo en el agua, algo que cada vez nos quita más oxígeno, nos obliga a acercarnos a la
superficie, estamos muriendo.
Aquí, en el Mar Menor, una gran cantidad de nosotros salió en busca de ayuda, pero
los de ahí fuera no tienen piedad y mientras nosotros seguimos aquí, sin idea de que
hacer para conseguir comida, oxígeno o como tener paz, ellos nos siguen
destruyendo.

 

 

ELVIRA Y EL CABALLITO DE MAR

Elanimal de color amarillo se retorcía  en las manos de su captor, Adrián le decía a Elvira,

-Vamos, acércate, no seastonta, no muerde. Ni tan siquiera pica como los cangrejos o las medusas.

-Suéltalo por favor, suplicó ella, parece sufrir, es muy pequeño. Es como si un gigante nos cogiera a nosotros y nos llevara a un sitio donde no pudiéramos respirar.

-¡No dices más que tonterías! Lo que pasa es que lo quieres para ti, ya tengo una estrella, un erizo y este caballito, cuando se sequen los voy a pegar a un centro de mesa juntos para hacer un regalo a madre. Pronto es su cumpleaños y tu no le has comprado nadahermanita.

-Yo le compraré un pañuelo o algo asi.

-Mejor quedará en casa, en la mesa de mamá, una vez se secan su belleza queda conservada para siempre, imagina, morir y conservar tu cuerpo eternamente.

-Ahora el que dices tonterías eres tú, hermano mayor. ¿Acaso no deberías darme ejemplo en vez de decir sandeces?.

-Piensa lo que quieras, pero aquí, en Los Alcázares, en el Mar Menor, tenemos una cantidad inagotable de estos animales,no es que se vayan a extinguir, ni que fueran dinosaurios.

Ya habían pasado casi cincuenta años y Elvira miraba cómo agonizaba el Mar Menor los peces se podrían en las orillas y un pequeño caballito de mar agonizaba a sus pies, las lágrimas de ella traían algo de pureza al fétido mar.

Se llevo al animal, como un recuerdo de lo que el ser humano destruyó.

Ese día el alma de Elvira murió un poco, junto al caballito, junto al recuerdo de su hermano y junto a su amada laguna de agua salada.

Habían matado al Mar Menor y con él todos sus habitantes habían muerto un poco también.

 

HISTORIA DE MIS ABUELOS
Escúchame, nene, que voy a contarte una historia. La historia de mis abuelos, que son los bisabuelos de tu padre, por lo tanto, tus tatarabuelos.
Déjate quietecica la maquinica del demonio, que te tiene sorbio el seso, to’l rato con el chisme en las manos. Préstame atención unos minutos, zagalico, que cuando ya no esté a ver quién te cuenta historias de verdad. Escucha a tu abuelo, que es hombre sabio, que ha vivío muchos años y ha dao muchos trotes, to lo que yo te cuente es verdad. Lo que ves en la tele esa no es más que una mentira tras otra.
Mis abuelos eran de familia humilde, como lo soy yo y lo eres tú, muchacho. Qué se le va a hacer, no nacimos entre algodones, ni con un jamón bajo el brazo.
Toa su vida vivieron en este pueblo, y toa la pasaron faenando en este mar. Mi abuelo era marinero, y salía cada madrugá a pescar, con cariño y mimo al Mar Menor, pescaba lo justico pa’limentar a su familia y poco más. Plantaban, también, en un pequeño huertecico lo justo pa vivir. Y fíjate qué bien les fue que esta familia ha sobrevivido sana y fuerte hasta llegar a ti.
El Mar Menor, como tu abuelo, es decir, yo mismo, se está muriendo poquito a poco, a mí me mata la edad, al pobretico del mar lo está matando la falta de responsabilidad. Antes era tan cristalino que hasta mi abuelico me contó que veía sirenas nadar.
No llores, angélico mío, que a mí todavía me quedan años que batallar. Y lo del Mar Menor…
Ahora te toca a ti seguir cuidando del tesoro familiar, que no es otro que este mar.

 

la leyenda del Mar Menor

El mar Menor tiene cinco hermanos. Si, esa misma cara puse yo cuando oi por primera vez esas palabras. Mi familia y yo vivíamos en un pueblo costero bañado precisamente por las aguas del mar Menor donde los veranos eran maravillosos, Disfrutaba de la feria, los helados, los baños y sobretodo de la pesca al caer la tarde donde mi madre y yo colocábamos las cañas esperando el momento de que algún pez picara, aunque he de decir que pocas veces pasaba y fue una de esas tardes cuando le dije a mi madre que no sabía por qué le llamaban mar Menor ya que me parecía un mar muy grande y fue en ese momento cuando mi madre dijo esas palabras. Para un niño de 11 años resultaron sorprendentes. Veras, dijo es que el mar Menor es el más pequeño de cinco hermanos o al menos eso es lo que cuenta la leyenda y como toda leyenda tiene algo de verdad,
Dicen que cuando el arquitecto de este mundo quiso colocar los mares, estos cinco grandes discutían por ser el más grande, el más profundo, el más caudaloso, el más frio etc., En medio del tumulto se escuchó una vocecita que decía. ¿y yo? Todos miraron al más pequeño, ¿pero tú? Dijeron los demás. Si yo, no necesito ser el más grande ni profundo ni frio. Quiero ser un mar cálido poco profundo pero mis aguas darán paz y calma y allí donde solo quiero dar felicidad. El gran arquitecto dijo que esta muestra de generosidad se merecía un don y dicen que se le concedió un gran privilegio. Así una vez al año si miras al mar veras el cielo y si miras al cielo veras el mar. Sera hoy ese día?

 

Laguna, todavía confío
Sufro mirando una laguna cuyo pasado ha sido testigo del nacimiento y la caída de imperios enteros. La miro mientras esas aguas, antaño cristalinas, reflejan los rayos de sol adquiriendo unos tonos que, desde el amanecer al anochecer, siguen cautivando corazones. La miro y me pregunto en qué le hemos fallado. ¿Cómo pudimos recibir tamaño tesoro e ignorar el mortuorio lamento que emitía bajo nuestro cuidado?
Pese a todo, no puedo tenerte delate y no pensar en aquellos para los que significas un modo de vida, el recuerdo de una infancia feliz y realmente tranquila, tal como descansan tus aguas. No puedo no querer recuperar tu bienestar pasado.
Unos hechos que, para mí, son la historia de aquellos que te vivieron antes de que la economía ejerciera una atenazadora tortura sobre tu ecología. Un pasado que yo, por juventud, ni siquiera acierto a recordar. Poco supimos valorar todo el bien que ofrecías y cuán mágica eras.
Sin embargo, todavía confío en que caiga a tiempo la venda que cubre nuestros ojos y nubla nuestra mirada. Todavía confío en una vida que, pese a los golpes, siempre se abre paso. Todavía confío en que se pueda recuperar en ti el esplendor de otra era. Todavía confío en poder verte, como mis mayores te recuerdan.

 

MAL DÍA PARA VER EL MAR
Los Fernández eran una familia que viajaba poco. Ambos progenitores habían nacido, crecido y contraído matrimonio en Archena; sin ir más lejos habían decidido pasar su luna de miel en un spa a menos de media hora de su casa. Su único hijo, Javi, junto a la abuela Lorena, terminaban de conformar aquella tranquila familia.
Siempre habían negado a Javi cualquier tipo de excursión, alegando que aquellos viajes eran meras excusas para sacarle dinero a los padres y para que los maestros pudieran «tomarse descansos de sus trabajos de reyes».
Por ello, la cara de los progenitores fue un poema cuando la abuela, una semana después de sufrir un ataque al corazón, les pidió con una mirada intensa: «Quiero ver el mar». Mujer y marido le dieron una negativa rotunda que, lejos de conformar a la anciana, provocaron que tomara otras medidas: «No quiero morir sin haberlo visto, ¿acaso queréis ser los causantes del mayor arrepentimiento de mi vida?». Así que, recelosos, decidieron concederle aquel deseo tan disparatado.
De este modo, el doce de octubre de dos mil diecinueve, pusieron rumbo al Mar Menor. Después de un largo recorrido y de aparcar algo lejos, cogieron sus cosas y echaron a andar. Lorena estaba segura de que el paisaje sería el más bello que jamás había visto o aquello prometían en la televisión. Sin embargo, cuando llegaron, la familia Fernández se encogió cohibida: la orilla estaba plagada de peces que se removían luchando por sobrevivir; aquello era un verdadero cementerio. Todos se dieron la vuelta, abuela y nieto desilusionados, mientras los padres, orgullosos de tener razón, creyeron que aquello era un suceso recurrente y que lo que mejor que podían hacer era quedarse en casa y olvidarse de lo que acababan de vislumbrar.

 

Marcas sospechosas
Quería aprovechar las últimas horas de sol antes de volver a casa. Mi familia permanecería unos días más en el dúplex que teníamos en Los Alcázares del Mar Menor, disfrutando de las vacaciones de verano.
Ya en la playa, coloqué mi toalla en un diminuto espacio, saqué lápiz y goma de la mochila y me dispuse a terminar con aquel sudoku de nivel 6 que me estaba crispando los nervios. Me negaba a ir a las últimas páginas y consultar la solución. Tras casi dos horas, todo cuadró. Satisfecho, me quité las gafas y me dirigí al mar para darme un chapuzón.
Cuando me encontraba nadando noté un pinchazo en el hombro, como si me atravesaran miles de agujas. Miré por el rabillo del ojo y me encontré vis a vis con aquella medusa de color fucsia que me envolvió con sus tentáculos. Sumido en un quejido y respirando entrecortadamente, pude llegar hasta la orilla. Las marcas me llegaban desde el cuello hasta el pecho. El lunes tendría que esmerarme a fondo con el maquillaje de mi mujer, para que no pensaran otra cosa en la oficina.

 

Mi abuela y el mar

Había desaparecido. Se había perdido y, por desgracia, aquello comenzaba a hacerse habitual. Cuando decidimos pasar un fin de semana en Los Alcázares, a mediados del mes de agosto, pensamos que lo mejor era que la abuela nos acompañase. Hacía pocos meses que había dejado atrás los ochenta y algo nos decía que no debíamos dejarla mucho tiempo sola. Se ponía nerviosa, repetía una y otra vez las mismas cosas, no dejaba de preguntarnos que dónde estaba mi primo pequeño (que hacía bastante tiempo que había dejado de serlo) o que si había pasado el panadero aquella mañana. Aún no lo sabíamos, pero nos lo podíamos imaginar. La enfermedad estaba empezando a hacerse dueña y señora de aquella mente que tanto había tenido que sufrir y trabajar en la vida. Era muy injusto. Realmente lo era.
Llegamos a Los Alcázares y la observé. Miraba las puertas de aquel gran hotel que hacía poco que habían construido en el centro con algo de reparo y me agarró del brazo cuando mi madre fue a guardar el coche en el garaje.
– Pero, hijo, ¿esta casa tan grande de quién es?
– Es un hotel, abuela. Vamos a pasar aquí un par de días –respondí.
– Ah.
Y volvió a mirar con desconfianza la fachada del edificio. Cuando llegamos a la habitación, lo analizó todo con la minuciosidad con la que una abeja construye su panal, pero no dijo nada. De pronto la vi salir al balcón y me deslicé con cuidado detrás de ella. Sus arrugadas manos se aferraron al barandal y su mirada se perdió en el infinito, acompañada por el vaivén de las olas.
– Huele a mar. Yo nunca he visto el mar, hijo –confesó.
Me dieron ganas de abrazarla. Era entrañable escucharla hablar así. La veía tan fuerte y luchadora como había aprendido que era desde que tenía uso de razón y, sin embargo, cada día, cada hora, cada segundo que pasaba jugaba en su contra y amenazaba con convertirla a pasos agigantados en una niña otra vez.
– Lo veremos pronto, abuela –susurré.
– Pero a mí no me habéis dicho que nos íbamos a quedar aquí –protestó después de comer, cuando todos nos preparábamos para ir a la playa–. No, no. ¡Yo tengo que irme a mi casa!
– Mamá, te lo hemos dicho cien veces. Vamos a estar unos días aquí. Es verano y nosotros también tenemos derecho a descansar –dijo mi madre, tratando de que mi abuela entendiera la situación.
– No, hija. Yo tengo que irme, porque no sé si he apagado el butano. Además, van a venir los hombres del campo y no tengo preparada la merienda.
– ¿Qué hombres, mamá? – Inquirió mi tía–. No hay nadie en el campo. No pienses en esas cosas.
Al final se relajó y creo que la promesa insistente que le había hecho yo horas antes de llevarla a ver el mar ayudó un poco, a pesar de que no sabía si su mente ya la había olvidado.
Aquella tarde, mi abuela se encontró por fin con el Mar Menor. Mis primos chapoteaban en la orilla, mientras que mi hermana, mi madre y mi tía tomaban el sol en la arena. Yo escribía algo que no consigo recordar en mi cuaderno y mi abuela, con su babi de flores rojas y negras, estaba sentada a mi lado. Jamás podré olvidar cómo le colgaban los pies mientras que, sentada en el pollo del paseo marítimo, mantenía una conversación silenciosa con el Mar Menor. De vez en cuando la miraba de soslayo, tratando de que ella no se diera cuenta de que lo hacía y no queriendo interrumpir por nada del mundo su conversación con el mar. Pero ella siempre estaba un paso por delante de mí.
– ¿Qué haces? –preguntó.
– Escribir.
– ¿Qué escribes?
– Cosas –respondí.
Ella me miró, de esa manera tan especial y significativa en la que solo las abuelas saben hacerlo, y después, volvió a mirar al mar.
– Es muy bonito, ¿a que sí?
Yo miré en la dirección en la que ella lo hacía. Mis primos pequeños estaban en la orilla y entonces supe que encontrarse con el mar y ver a su familia allí reunida era lo que le resultaba tan bonito. Asentí. Tenía razón. Era muy bonito.
– ¿Me lees lo que has escrito?
– ¿No quieres hacerlo tú?
Ella cogió mi cuaderno entre sus manos y miró las letras, entrecerrando los ojos. Durante un momento dejé hasta de escuchar las voces de las personas que se encontraban en aquella playa y me centré únicamente en mi abuela y en el rumor del mar. Ella sonrió y me devolvió el cuaderno. Se me había olvidado que no sabía leer.
– Prefiero que lo hagas tú –dijo ella.
– Bueno, pero no te asustes. No creo que sea muy bueno…
Leí en voz alta los retazos que acababa de escribir. No eran versos, era una especie de prosa extraña que ni yo mismo era capaz de catalogar. Tampoco recuerdo muy bien cuál era el tema, pero sé que hablaba del mar y, quizás, también de ella. Cuando terminé, ella no dijo nada y volvió a mirar al mar.
– Me habría gustado poder leerlo yo. Cuando era pequeña, los hombres trabajaban en el campo y yo tenía que ayudar a mi madre con la casa. No tuve la suerte de poder aprender, hijo, pero me alegra que tú sí hayas podido hacerlo. Y que escribas cosas tan bonitas. Estoy orgullosa.
Las palabras de mi abuela eran sabias, a pesar de la nube que se había instalado en su cabeza, amenazando con acabar poco a poco con todo lo que recordaba.
– ¿Quieres que te enseñe las letras? –pregunté.
– Las letras… ¿Para que yo escriba cosas como esas? ¿Cómo las que escribes tú?
– Seguro que tú las escribirás mejores –sonreí.
Ella cogió de nuevo mi cuaderno y yo le preparé una hoja en blanco. Sabía que al cabo de pocos minutos habría olvidado todo lo que le enseñase, pero intuía que pocas cosas podrían hacerla más feliz que leer, aunque solo fuese una palabra, sentada a la orilla del mar. Tardamos, quizá una hora, igual dos o tal vez toda la tarde, pero al final, mi abuela escribió ella sola su nombre y después, como si de un niño se tratase, comenzamos a ligar sílabas hasta que al final terminó por pronunciarlo.
– ¿Ves? No ha sido tan difícil, ¿a que no?
Ella negó con la cabeza y, sin previo aviso, dejó el cuaderno sobre el pollo de piedra y saltó, con los pies descalzos, dejando a un lado su bastón y avanzó hacia la orilla. Yo la miré atónito durante un par de segundos y luego la seguí. Cuando el agua del mar mojó sus pies, cerró los ojos y suspiró. Y yo no pude evitar que se me parase un poco el corazón.
La noche fue horrorosa. Le dio por pensar que aquel hotel era una residencia y que la habíamos traído allí para dejarla y nunca más volver. Ella no quería separarse de nadie y nos vigilaba a todos con insistencia. Cuando traté de leer con ella la carta del restaurante, ya no se acordaba de lo que había hecho durante la tarde. Y el día siguiente, por la tarde, desapareció.
Mi madre y mi tía estaban histéricas. Nadie sabía cómo había sido, pero la realidad era que la puerta de la habitación estaba abierta y no había ni rastro de mi abuela. La buscamos como locos por las calles de Los Alcázares, en el hotel, en el restaurante, en cafeterías y tiendas cercanas. Nada. No aparecía. Y justo cuando el resto, entre lágrimas y apabullados por el terror, se decidió a ir en busca de la policía, a mí se me ocurrió una idea peregrina que, sin saber por qué, me llenó de tranquilidad. Les pedí que esperasen y que confiasen en mí y solamente cogí mi cuaderno y un bolígrafo, y entonces bajé de nuevo a la playa.
Se estaba poniendo el sol y había personas en el paseo marítimo. Los más remolones aún disfrutaban del mar y allí, sentada en el pollo de piedra, en el mismo sitio donde había conversado con el mar la tarde anterior, estaba mi abuela. Volvía a tener la mirada perdida y la vista clavada en la inmensidad
del mar. No quise asustarla y me senté con lentitud y tratando de no hacer ruido a su lado. En cuanto me vio, volvió a sonreír.
– He venido a leer –dijo ella, mostrándome un ejemplar para niños de La Bella y la Bestia que mi primo pequeño había traído y al que no le había hecho mucho caso durante nuestras breves vacaciones. – He venido a leer junto al mar.
– Vaya, ¿y qué lees?
– Esto –dijo ella, pasando las páginas–. Es un cuento, hijo. Como los que te contaba cuando eras pequeño. Son historias bonitas, te hacen viajar a otros lugares y convertirte en otras personas.
Caí en la cuenta de lo mucho que habría disfrutado mi abuela si alguien le hubiese enseñado a leer cuando ya era demasiado tarde. Ella misma habría podido vivir esas historias, viajar a esos lugares y convertirse en esas personas de las que me hablaba. Y yo habría podido ayudarla a hacerlo. Si tan solo su memoria no se estuviese diluyendo… ¡Qué injusto! Sentí rabia al verla tan inocente y alegre, con su libro en las manos y con la certeza de que no podría leer ni la primera palabra del cuento. Pero entonces, nuevamente, volví a darme cuenta de que, por encima de todo, ella estaba siendo feliz en aquel instante. No le hacía falta nada más que un libro, el mar y su nieto a su lado. Quizás lo olvidase al cabo de unas horas, pero lo importante era que, en ese momento, mi abuela era feliz. Y yo decidí que, para mí, no había nada más importante que aquello.
– Oye, abuela.
– Dime, nieto.
– ¿Quieres leerme ese cuento?
No puedo describir la expresión de felicidad que irradió en aquel momento el rostro de mi abuela. Sus ojos, ya de por sí pequeños, casi desaparecieron entre las arrugas de la piel cuando sonrió. Yo salté a la tierra y me senté frente a ella, mientras que abría las páginas de aquel librito y preparaba su voz para actuar como narradora.
– Había una vez una abuela que fue a visitar el mar con su nieto –dijo, haciendo como que leía la primera página de la historia–. El mar era muy grande y azul y sonaba de una manera muy particular…
Yo me dediqué a recoger por escrito aquella historia, esa particular versión de La Bella y la Bestia que trataba de una abuela que visitaba el mar por primera vez en su vida, que aprendía a leer y a contar historias en la playa, acompañada por su nieto. Escribí cada palabra con el aliento con el que ella la estaba narrando, sin saber leer, sin saber qué ponía en realidad en las hojas que pasaba insistentemente entre sus manos, pero sintiéndose por primera vez protagonista de una historia; sintiendo que el libro cobraba vida y que ella le daba un poco de la suya; sintiendo que leía, que podía leer para el mundo, que sabía leer para mí, que era todo su mundo en aquel momento.
Mi abuela, un libro y el mar. Y por un momento, volví a sentir que se me paraba el corazón. Cuando consideró que ya había leído suficiente, me miró con ademán de diversión.
– Fin. ¿Te ha gustado?
Yo asentí.
– Oye, abuela, ¿crees que podrías leérmela otra vez?
Ella, simplemente, sonrió. Y volvió a comenzar, perdida en el susurro del mar que nos envolvía a ambos en aquella historia que aún hoy, cuando llego con los pies descalzos a las playas de Los Alcázares, sigo recordando intensamente, escuchándola para siempre con la voz inconfundible de mi abuela perdida en el rumor de las olas del mar.

 

Réquiem por el mar menor
En Los Alcázares, al amparo de la callada luna bajo su dorado palio, los pescadores faenaban entre noches cuajadas de guiños que hacían las estrellas junto a la brisa que soplaba de levante. Pero otras noches tenían que aguantar el temporal porque el cielo bramaba de cólera, abría sus venas resplandecientes precipitándose en los brazos de la tierra, oyéndose los horrísonos jirones de la tormenta que alardeaba de su fuerza. Bajo la mórbida luz de las lámparas, los pescadores resistían los embates de la marea, mientras el mar regalaba los frutos de su vientre llenando las arcanas redes de las barcas de toda clase de peces. Al extinguirse la noche, volvían estimulando la vela para desandar el camino hasta varar las barcas en la arena de la playa. De esa laguna que brillaba como un diamante bajo un apocalipsis del sol al atardecer, esas aguas eran el sustento y ganancias de muchas familias que residían allí. Mi abuelo era uno de ellos, ahora es muy viejecito, yo lo quiero mucho y siento tristeza cuando cojo sus manos encallecidas, ásperas del salitre que transmiten la rudeza de tantos años faenando. Ahora ya ese mar ya no es azul, está enfermo, las aguas sucias, sin oxígeno, los peces agonizan, se mueren. Mi abuelo ya no es el que era porque su vida se debate en un mundo sin memoria. ¡Mejor! Nunca sabrá que las aguas de su laguna, perversos depredadores humanos, las volvieron estériles. Seudónimo: Meriló

 

SAN PEDRO
Fue una noche de verano compartida con una botella de buen vino y con la mejor compañía posible. Reímos hasta agotar el reloj y después paseamos por el muelle de San Pedro como solíamos hacer a diario. Dejamos atrás el mundo en las calles que nos pasaba a toda velocidad y ajeno a nosotros apagó las luces de la noche, de la noche en San Pedro.
Caminamos hacia el único espectador y apostados frente al mar ella sintió frío. Yo la cubrí con mi chaqueta de besos, caricias y abrazos y le hice un nudo con mis brazos. En ese instante la única luz de color plata colgada del cielo iluminó sus dos perlas marrones y entonces vi el paraíso en San Pedro.
Me arrodillé y le anillé en el anular el color del mar. «La vida son cuatro días» le dije «y ya estamos escurriendo el tercero. El cuarto lo guardo para nosotros, porque anhelo exprimirlo sólo contigo, deseo despertarme cada día junto a ti y saber que estás a mi lado, en la fortuna y en la adversidad». Sellamos nuestro compromiso con regusto de salinas en los labios, de las salinas de San Pedro del Pinatar.

 

SERVIRÉ A LA GRAN DIOSA
Y REVERENCIARÉ AL GRAN DIOS.
La playa aparecía en mis sueños tan tangible que me obligaba a cuestionarme la relatividad del tiempo y del espacio.
Esta época apocalíptica es una pesadilla colectiva al estilo de las teorías de Jung. Como revelan las profecías, nos encontramos al final de los tiempos.
El grupo de brujas amigas decidimos celebrar junto al mar la festividad druida de S. Juan.
Desde los años 60 no había pisado aquel rincón del Mar Menor. El impacto emocional fue grande. Los balnearios y las casetas de baño desaparecieron. Esto no resultó lo más doloroso que experimenté. ¡Oh Dios!, peces y crustáceos, amontonados muertos junto a grandes extensiones de algas en descomposición, se mezclaban con espuma blanquecina acumulada en las orillas.
Las sucesivas lluvias torrenciales, caídas en los últimos meses, causaron la entrada de agua dulce, cargada de nitratos de las explotaciones agrícolas, descendiendo la salinidad y provocando anoxia en toda la laguna; además, tras el afloramiento de algas, el ácido domoico sigue su cadena alimentaria, contaminando moluscos y peces. Esta peligrosa toxina actúa sobre el sistema nervioso central y enajena a quienes la ingieren, hasta el extremo de transformarles en homicidas.
Dejando dolor y nostalgia aparte, iniciamos un ritual celta; convocamos a los elementos del aire, del fuego, del agua, de la tierra y del espíritu.
Dentro de nuestro círculo protector pudimos asistir a un espectáculo macabro que acontecía en la playa y me hacía recordar la película The Birds, de Alfred Hitchcock.
Las gaviotas revoloteaban enloquecidas, embistiendo con agresividad a quienes, sin protección adecuada, encendían hogueras en la playa.
Gracias a la Alta Magia, mi grupo de brujas quedó indemne de esas bestias asesinas, pero nuestras mentes perdieron su razón, y aquí estoy, bajo los efectos del electroshock, en una cárcel de locura.

 

SI LAS GAVIOTAS CAMBIAN
Una mañana de azul dulce, el sol hacía tibio el viento. Una gaviota apresuraba su graznido, revoloteaba incesante por el Mar Menor que, tranquilo, besaba la orilla. Se dirigió a la arena. Con su pico empujaba el cuerpo inerte de su compañera de viaje. No entendía, era fuerte, enérgica, incluso suspicaz, ¿entonces? Recorrió su mirada alrededor, buscaba una explicación. Las demás seguían sus rituales sobre el mar, después reparó en la playa. ¿Qué era aquello? Peces muertos, eso era, había comido peces infectados. Alzó el vuelo, graznido en alto, advirtió a las demás.
–¡Cuidado, cuidado! Algo está pasando con los peces, por favor, mirad cómo ha acabado mi amiga.
Las más adultas pronto viraron, se fueron alejando, pero en el grupo de las jóvenes, la del cuello a rayas, se lanzó a la cresta de las olas. Al verla, la gaviota voló apresuradamente, evitando el pez al que quería dar caza.
–Estás loca. ¿No ves que están enfermos?
–Mira – señaló hacia dónde estaba la gaviota muerta.
Un perro grande, andrajoso, estaba arrastrando al palmípedo. Un graznido atroz empañó el cielo, el perro se quedó petrificado, luego la hambruna pudo más, siguió su tarea. La gaviota se postró delante de este, abriendo sus alas amenazantes. El perro le gruñó, enseñándole los dientes, esta no se asustó, sino al contrario, abalanzándose sobre él le picoteó el lomo. El canino se dio a la fuga, «está loca».
Arrastró entonces a su amiga hasta las rocas, allí la otra joven estaba con su pico apartando arena. Entre ambas consiguieron retirar la suficiente para que cogiera el cuerpo inerte, lo cubrieron y, después de unos segundos, se echaron al cielo. Dieron varios círculos encima del montículo, desapareciendo veloces para alcanzar al grupo que acampaba en otra playa, una vez inspeccionada.

 

Sobre el cristal

Sobre el cristal, empañado, dibuja el perfil de su país. Está embelesado con los
recuerdos que acuden a su mente, mientras repasa el antiguo mapa; aquel que compró
al partir en busca de un futuro. Ahora, otro cambio de vida: quiere volver a sus raíces.
Desde la ventana, frente al canal, observa cómo una barcaza pasa debajo del puente.
Ámsterdam siempre le parece una belleza gris, donde la luz es menos viva que en su
tierra natal. Pero los contrastes de colores y el estallido de los tulipanes son difíciles
de olvidar.
Ha conseguido jubilarse, después de la viudedad y el desapego de sus hijos. Posee
un apartamento, al sur del Mar Menor, que servirá para desgranar su último racimo,
para evocar el pasado de aquellos veranos felices, con ella y sus retoños.
El vuelo le parece largo, tal vez por las ganas de llegar. Un vehículo de alquiler,
en la anochecida, le lleva pronto a su vivienda. La nevera esta repleta, gracias a sus
amigos que acondicionaron la casa, tras su larga ausencia. Quedó con sus antiguos
paisanos en desayunar, cuando el novato sol ascienda por levante.
Cena poco y se va a dormir. Un olor desagradable, que no conoce su procedencia,
le acompaña desde su llegada. Al despertar, el efluvio persiste. Abre la ventana
cuando la palidez del alba raya el horizonte. En la playa, una franja negra orla la orilla
y el tímido oleaje aumenta su extensión; esta pestilencia tiene su porqué: una masa
putrefacta de algas se cierne. La congoja le invade, todo se viene abajo. Aquel no es el
paraíso de antes, ni el lugar donde terminar sus días.
Cuando llegan sus amigos al bar, no se presenta. El camarero deja una carta sobre
el cristal de la mesa.
Almarjo

 

TE ECHO DE MENOS.

―¿Qué os parece las cañaillas que he traído? ―preguntó a su mujer y cuñada.

Le encantaba madrugar para así poder disfrutar del amanecer con el agua hasta media caña. Ese par de horas le cargaban las pilas para luego poder disfrutar junto a la familia del marisco que llevaba con mucha alegría.

―¡Guau! ―expresó su esposa viendo la cantidad de cañaillas y algunos mejillones para un aperitivo deseado―. Deja que los limpie y los deje preparados.

Después se levantaban nuestras hijas y con todo hecho ya, en el camping las tareas eran mínimas, desayunaban y enseguida caminábamos treinta o cuarenta metros y nos acercábamos a la playa.

―Vamos chicas, cojamos los bártulos y a bañarnos, está el agua exquisita.

―¡Yupi!, papi. Ya estamos preparadas ―contestaban muy contentas y con los nervios típicos de las ganas que tenían.

Nadaban, buceaban, jugaban en el agua con sus amigos, retozaban en la arena. Durante tres horas disfrutaban de una playa segura, limpia, transparente, con poca profundidad, sin oleaje. Posiblemente la mejor y más segura infancia que tenían los niños de esta época.

Al volver nos esperaba un aperitivo familiar con los amigos y vecinos de la parcela. Por la tarde de nuevo playa y un final de una jornada preciosa, así como la mayoría de los días.

Veinte años después esto no es posible hacerlo, las hijas crecieron y cambiamos de entorno. Fueron unos años maravillosos que no se volverán a repetir. Todo ha cambiado.

Esas cañaillas, los baños limpios y seguros, el camping. Todo esto ha desaparecido.

Me habría gustado vivir lo mismo con mis nietos, pero con mucha pesadumbre puedo afirmar que no lo viviré. Desistimos hace un tiempo de ir a un lugar donde es materialmente imposible bañarse con las mínimas medidas de seguridad. ¡¡Qué pena!!

 

UN DÍA CUALQUIERA
Y así era él, arrogante y lleno de vida. Impetuoso e indisciplinado, no paraba de inventar cosas sorprendentes para nosotros, delirios imposibles que alguien como yo jamás hubiera podido imaginar. Pero la pasión no tiene límites y yo tampoco los ponía, no podía, pues cada cosa que él inventaba era, irremediablemente, una atractiva seducción para mí. Recuerdo especialmente un día de pesca en el Mar Menor. Le habían dado un “soplo” y sabía de muy buena tinta que las doradas estaban entrando a montones, no había tiempo que perder. Y nos fuimos a La Manga. Nos colocamos en una playita pequeña que había al final del canal, antes del espigón. Allí estábamos todos, sudorosos y bien apretaditos bajo un sol veraniego que repartía su justicia por igual. Pero las doradas no salían, así que buscó un lugar para bañarnos. Estaba inspirado. Al sentir su aliento junto al mío y aquellos susurros de miel que inundaban mi cuerpo y mi alma, sin prisas o arrebatos porque el tiempo ni contaba, ni existía, me abandoné una vez más bajo su piel. Él, experto en elevarme al infinito, susurrando lentamente aquel mantra perturbador capaz de eliminar la poca voluntad que me quedaba, consiguió mi rendición…Y notando una vez más su brisa dulce sobre la nuca, abandonada a lo inevitable permití que su energía me rebosara por completo. Mientras tomaba mi cuerpo, porque el alma ya la tenía, mostrándome su fortaleza me hizo dueña del Universo…y me volví agua para saciar su sed y la mía, y la sacié mil veces hasta flotar en el mar de la calma… Sentí hasta colmar la eternidad y gocé del perpetuo amor más allá de los cinco sentidos y en la quietud de la noche, dejándome acunar por el plácido movimiento del agua, viví.

 

UN INSTANTE DE PAZ
En el suave resplandor del atardecer, Julio leía un libro junto a su madre, Alma. Levantando de vez en cuando la mirada observaba el mar y los ojos perdidos de su madre. Alma estaba internada desde que empeoró su enfermedad. Julio sintió un fuerte impulso de llevar a su madre a la pequeña casa que tenían frente al Mar Menor. Allí, su madre y después él y sus hermanos habían pasado todos los veranos de su infancia. Viajando al pasado recordaba todos los buenos momentos pasados allí.
Alma comenzó a sonreír; hacía tiempo que no la veía sonreír.
Se levantó de su silla, corrió hacia el mar y abrazó a su padre. Era pequeña, le dio la mano a su padre y se metieron al mar. En un agua limpia y con vida, pececillos y caballitos de mar le pasaban entre las piernas. Ahora estaba allí con su padre y era feliz. El agua tranquila de ese lago salado la llenó de paz.
Miró hacia atrás, vio a su hijo Julio y volvió a estar en la silla de ruedas.
Completamente lúcida miró sonriendo a su hijo llamándolo por su nombre. Julio, emocionado se levantó y fue hasta ella dándole un fuerte abrazo. Después se miraron y ella le dijo “Este mar nos ama, nos da lo mejor de él. Agoniza, sálvalo”. Alma miró al horizonte y como si se tratara de un conjuro, la luna se reflejaba en el mar de una manera inusual.
Se levantó de la silla y corrió junto a su padre, entraron en el mar limpio y con los pececillos haciéndole cosquillas en las piernas.
Julio miró a su madre que tenía una gran sonrisa y se dio cuenta que se había ido para siempre.

 

Un lugar único en el Mundo
Cuando nos sucede algo extraordinario, intuimos que no se volverá a repetir. Esa tarde era
perfecta, el mar estaba en calma y plateado, como escamas de sardinas, unido a las nubes en
el horizonte, era nuestro momento, de mi madre y mío.
Desde nuestra posición podíamos ver todo el Mar Menor, sus islas, montañas, playas…
Nuestros recuerdos comunes afloraban, hablábamos y reíamos. Recordamos que mi padre
decía: “El Mar Menor es único en el mundo, una joya de la que tenemos que sentirnos muy
orgullosos los murcianos”. Tenía razón, en él fluyen sinergias que nos envuelven, es un
ecosistema especial al que tenemos que cuidar y evitar que pase de categoría de “gran laguna
salada” a …
Mi madre me recordó la encañizada, las subastas de pescado, la recogida de anguilas en
Navidad, en esas fechas hasta nos bañábamos, siempre hacía calor, y los miles de veces que
me tuvo que llamar para que no pasara de la boya, hasta que en 1975 vi la película ”Tiburón”,
en ese instante decidí no volver a nadar mar adentro, por si acaso.
Esa tarde oteamos algo asombroso, llegó zigzagueando hasta la orilla, junto a nosotras, era un
cisne blanco, precioso y solitario. La playa estaba desierta, salió del agua balanceándose, y
posó para mi cámara con total naturalidad, ambas supimos que ese atardecer sería
inolvidable.
Tengo infinitud de recuerdos en todo el Mar Menor, los veranos es el punto de encuentro de la
familia y amigos: hacemos fiestas, excursiones, navegar a vela… y en invierno, sosiego. Toda la
familia seguimos yendo a la “laguna salada”, es parte de nuestra vida.
A vista de pájaro es preciosa, no tiene una forma geométrica definida, pero se asemeja a una
piedra con un diamante en bruto en su interior.

 

UN NUEVO AMANECER
Como todos los días, el sol vuelve a salir, sus primeros rayos iluminan los edificios de la
Manga del Mar Menor. El oscuro cielo repleto de astros junto a la Luna han dado paso
a un cielo dorado, la oscuridad se ha vuelto luz. Como si de un espejo del cielo se tratase,
el Mar Menor refleja el cielo dorado con reflejos provenientes del sol. Entre la
inmensidad del cielo y el mar, Julia, sentada al final del embarcadero, es partícipe del
espectáculo que le brinda la naturaleza, sin nadie más, en medio del silencio, que tan
solo se interrumpe por los cantos de las primeras aves. Con los ojos cerrados, sintiendo
los primeros rayos de sol, empieza a sentir el alivio del dolor de una amarga despedida.
La tenue brisa salada entra en su interior y recorre todo su cuerpo sanando todas sus
heridas. De repente, una lágrima se escapa y se desliza por su mejilla, los buenos
momentos vuelven a su mente en forma de recuerdos. A pesar de que haya escapado
una lágrima, sonríe, sabe que no se han marchado y todavía están con ella. El dolor y la
tristeza que anegaban su cuerpo ha dado paso a una fuente de energía que le da fuerzas
para seguir viviendo y luchar por sus sueños. Ya no ve esa ausencia como dolor sino
como una fuerza para seguir viviendo y sonreír a la vida y el poder disfrutar de los suyos.
Al igual que la noche, el dolor como oscuridad ha desaparecido y ha dado paso al
recuerdo y al amor eterno como el mismo amanecer, lleno de esperanza.

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